lunes, 13 de agosto de 2012

La batalla de Lydia

Por: Darío Ramírez - agosto 9 de 2012 - 2:31

Desde el primer día me dio su confianza. La primera discusión que tuvimos fue sobre el papel de la prensa en México y su cercanía al poder político. Corría el año 2008 y el deterioro de la libertad de prensa por la violencia ya era evidente. El intercambio de opiniones con ella siempre ha sido franco, que no es lo mismo que convenenciero o acomodadizo. Dialogar con ella implica argumentar, razonar, alejarse de la conveniente superficialidad para intentar descubrir el por qué de las cosas. Su talante se reconoce en pocas personas. Conforme la vas conociendo logras detectar emociones bien resguardadas tras un semblante serio pero amable. 

Recuerdo el momento en que la Suprema Corte de Justicia de la Nación desechó su caso al afirmar que no había 
habido violaciones graves a sus derechos humanos a pesar de la clara y abundante evidencia. Una corte dividida, a favor: Juan Silva Mesa, José Ramón Cossio, Genaro Góngora Pimentel, José de Jesús Gudiño Pelayo. En contra: Sergio Aguirre Anguiano, Mariano Azuela, Margarita Luna Ramos, Olga Sánchez Cordero, Guillermo Ortiz y Sergio Valls. El máximo tribunal dejó en completa indefensión a la periodista y defensora Lydia Cacho. Los titulares de la prensa tras el fallo afirmaban que la impunidad en nuestro país alcanzaba un nuevo record. La historia de Lydia seguía alimentando nuestro evidente escepticismo que en México hay acceso a la justicia.


 Lydia Cacho ha transitado por el castillo de Kafka de la impunidad. El caso de Lydia es eso, “el caso”. Atacada por gobernadores, procuradores, periodistas, políticos, senadores, diputados, ministerios públicos, fiscales y una lista interminable de personajes siniestros. Y a pesar de ello, sigue con vida, sigue escribiendo, sigue defendiendo mujeres víctimas de trata y de violencia. La incomodidad que genera por su trabajo no es fortuita. Es resultado del trabajo acucioso que hace y que toca fibras muy sensibles de los personajes que menciona constantemente en sus textos. Si su trabajo fuera deficiente, como es el de muchos colegas periodistas, simplemente no tendría ninguna repercusión y menos una repercusión en su integridad física y su vida. Una noche de sábado su voz estaba al teléfono. Pocas veces llama, prefiere otras vías de comunicación. “Darío otra vez, otra vez chingados…” Al momento sabía que algo no andaba bien. De hecho lo supe desde que su número apareció en mi teléfono. Me describió muy brevemente con voz entrecortada las nuevas amenazas que había sufrido. El modo, el tiempo, el contenido de la amenaza, según ella, le advertía otra vez que estaban al asecho. Su descripción provocó un recorrido frío por mi cuerpo. Únicamente logré extenderle mi solidaridad. Sé que no era nada, pero en ese momento de sábado era lo único que podía ofrecerle.

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