viernes, 4 de mayo de 2012

El caso de Regina

Por Pedro Miguel en La Jornada del 1 de Mayo

A ver si alguien tiene el dato de cuántos periodistas hay en México por cada 100 mil habitantes y si entre los del gremio la tasa de asesinados es equivalente a la que se abate sobre el conjunto de la población. Tal vez se descubra que el índice de informadores caídos en esta guerra no es superior al de amas de casa, estudiantes, carpinteros o dentistas incluidos en cualquiera de las categorías de cadáver establecidas por el calderonato: bajas colaterales, criminales que se matan entre ellos o neutralizados por las fuerzas del orden: a fin de cuentas, esas clasificaciones son tan confiables como la numeralia de un informe presidencial.

Simplemente, los periodistas comparten el infortunio de una población condenada por sus autoridades a vivir (y a morir) entre balaceras, secuestros y decapitaciones. Muchos colegas, en el norte del país y en ambas costas, se han visto convertidos en corresponsales de guerra, no por asignación laboral sino por motivo de residencia. La violencia se lleva por delante vidas de todas las profesiones y de todos los oficios. Cada una de ellas es una pérdida sin límites para el muerto o la muerta, quienes pierden todo, para su entorno familiar y social, que pierden mucho, y para el país, que pierde una partícula irrepetible de sí mismo. En el caso del informador, a la pérdida de la persona hay que agregar el daño adicional en el discurso y la conciencia sociales. Matar periodistas es como destruir poco a poco el espejo en que el país se ve a sí mismo.

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